martes, 2 de octubre de 2012

Arantzazuko Andre Mariaren Kofradia: Mexico



Gorka Rosain Unda

Corría el año de 1732 cuando en la ciudad de México, capital de la Nueva España, los acaudalados caballeros vascos Manuel de Aldaco, Ambrosio de Meave y Francisco de Echeveste decidieron fundar la Cofradía de Nuestra Señora de Aranzazu para auxiliar principalmente a las mujeres desvalidas y protegerlas contra los peligros inherentes a su condición y al medio social. Esta noble institución fue presidida por Don José Eguiara y Eguren y se encargó de redactar sus primeras constituciones Don Francisco Xavier Gamboa, siendo a la sazón virrey Don Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, Sumiller de Cortina, Arzobispo de México y Presidente de la Real Audiencia.

La Cofradía se propuso, inicialmente, fundar un asilo un asilo voluntario para “las muchas matronas y doncellas desamparadas, en el cual señoras de edad y saber puedan instruir a estas mujeres en las labores propias de su sexo e infundirles amor al trabajo, alejándolas por este medio de los peligros de la sociedad”, sin embargo, al ir madurando la idea se llegó a la conclusión de que sería mejor un colegio para niñas con capital particular sin que hubiera intervención del Estado ni de la Iglesia en su sostenimiento administrativo y dirección y fue así como nació el Real Colegio de San Ignacio de Loyola, conocido popularmente como Colegio de Las Vizcaínas, que inauguró sus cursos el 9 de septiembre de 1767 como “una institución educativa independiente y laica que asiste a doncellas y viudas sin los recursos necesarios para asegurar su educación, honestidad y buenas costumbres”.

El 23 de febrero de 1734 fue concedida la licencia para la construcción del edificio en un extenso terreno baldío situado en lo que hoy se conoce precisamente como Plaza de las Vizcaínas, en la ciudad de México, y el 14 de mayo del mismo año puso la primera piedra el doctor Martín de Elizacoechea, Obispo de Durango, el de la Nueva Vizcaya.

La idea de hacer un colegio en vez de solamente un asilo partió de sus fundadores cuando paseando una tarde por el sitio en que hoy se levanta la escuela vieron a un grupo de niñas muy hermosas entregadas a la ociosidad y eso despertó su conciencia sobre la falta de educación y el desamparo en que vivían esas niñas y resolvieron fundar el colegio, para lo cual Meave aportó la cantidad de 36 mil pesos, Echeveste 80 mil y Aldaco 66 mil, lo que vino a sumar 182 mil pesos, capital que al poco tiempo se vio incrementado hasta alcanzar la suma de un millón de pesos, que en aquellos tiempos constituían una suma muy considerable.

Más de veinte años duró la obra en construirse y con el fin de que la institución lograra mantenerse absolutamente independiente del Estado y del clero, según el propósito original, los fundadores tuvieron que sostener una prolongada lucha plagada de problemas y penalidades tanto contra autoridades como contra jerarcas de la Iglesia; llegaron a tal grado las dificultades que uno de los fundadores propuso que de no poder mantener la independencia deseada sería mejor prender fuego a lo que tanto les había costado levantar, pero por fin lograron su objetivo luego de invocar al Rey de España, Carlos III y al Papa Clemente XIII.

Finalmente, el 9 de septiembre de 1767 abrió sus puertas el Real Colegio de San Ignacio de Loyola, que hasta la fecha funciona bajo la administración de un patronato particular en el que participan varios prominentes miembros de la comunidad vasca de México.

Por supuesto, los acontecimientos políticos no dejaron de afectar a la institución y al consumarse la Independencia de México, en 1821, el colegio cambió su nombre a Colegio Nacional de San Ignacio de Loyola, del que, por cierto, una de sus ex alumnas egresadas lo fue Doña Josefa Ortiz de Domínguez, corregidora de Querétaro, coordinadora y alma de la conspiración para lograr la emancipación política del país.

Algo curioso es que durante la guerra entre México y Estados Unidos sirvió como cuartel de los invasores y que poco después, cuando entraron en vigor las Leyes de Reforma, que incautaron universidades, escuelas y todo tipo de instituciones educativas atendidas por el clero, el gobierno no pudo expropiar el plantel porque no pertenecía a la Iglesia sino que era independiente y tuvo que permitirle seguir funcionando normalmente.

Otro hecho es que cuando la Guerra de Intervención Francesa el colegio cedió parte de su edificio para instalar un hospital militar y poco más tarde, ya en pleno gobierno del General Porfirio Díaz logró establecer su escuela normal con programas reconocidos oficialmente, hasta que nuevamente estuvo en peligro de perder su autonomía después de la Revolución que derrocó a este presidente y arribaron al poder los revolucionarios Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, que pretendían expropiar el colegio que, fiel a los principios y valores establecidos por sus fundadores, continúa con su función altruista y de apoyo a la mujer a través del Instituto Bidea Izartu, que proporciona gratuitamente atención psicológica, médica y legal e impulsa proyectos de investigación y orientación para el desarrollo integral de las féminas mexicanas en general, y además lleva a cabo el programa Emalur para educación de la mujer en zonas rurales, contribuyendo así al desarrollo socioeconómico de sus familias y comunidades, por lo que al Colegio de Las Vizcaínas se le ha llegado a conceptuar por las autoridades educativas oficiales como “símbolo y baluarte de la feminidad mexicana”. Sus niveles educativos abarcan desde jardín de niños hasta preparatoria, que es la antesala de la universidad.

Los benefactores
Manuel de Aldaco nació en 1696 en el valle de Oyarzun, Guipúzcoa y falleció en la ciudad de México en 1770.En la Nueva España, a donde llegó muy joven, se desempeñó como apartador general de oro y plata y Prior del Real Tributo del Consulado; durante seis años fue rector de la Cofradía de N.S. de Aranzazu. Destacó en los negocios y logró amasar una considerable fortuna, que junto con su esfuerzo personal empleó en labores filantrópicas como el Colegio de San Ignacio de Loyola, para cuyo proyecto aportó 66 mil pesos.

Juan José Eguiara y Eguren, quien como ya hemos comentado presidió a su fundación la Cofradía, nació en la ciudad de México, de padres vascos, en 1696 y murió en la misma ciudad en 1763. Estudió Artes, Filosofía y Teología en la Real y Pontificia Universidad de México, en donde obtuvo los grados de bachiller, licenciado y doctor y ganó por oposición las cátedras de Vísperas de Filosofía, Vísperas de Teología y Prima. Ocupó el cargo de Canónigo magistral de la Catedral de México y fue propuesto para Obispo de Yucatán pero no aceptó el cargo.

Dentro del Cabildo metropolitano fue tesorero, maestrescuela y chantre, y tuvo mucho prestigio como orador sagrado y teólogo, aunque ha sido más recordado como bibliógrafo e historiador de la cultura de Nueva España. Escribió muchas obras pero algunas quedaron inéditas. Por cierto, en la biblioteca de la Universidad de Austin, Texas, estados Unidos, se conserva manuscrita parte de una de sus obras.

Francisco de Echebeste era originario de la villa de Usurbil, Guipúzcoa, en donde nació en 1683 y falleció en la ciudad de México en 1753. A poco de su llegada a la Nueva España fue designado por el rey, en dos ocasiones, general de los galeones de Filipinas, luego embajador ante el reino de Tonkin, que entonces formaba parte del Imperio de China y más tarde Cónsul y Prior del tribunal del Consulado de la ciudad de México. Llegó a ser un próspero comerciante y su espíritu caritativo lo llevó a prestar ayuda a los necesitados y a emprender junto con Aldaco y Meave la obra del Colegio de San Ignacio de Loyola, para la que aportó 80 mil pesos.

Ambrosio de Meabe era el más joven de los tres benefactores. Nació en 1710 en la villa de Durango, Vizcaya y murió en México en 1781. Al igual que sus compañeros se traslado desde muy joven a la Nueva España y desde que llegó se dedicó de lleno al comercio, en el que hizo fortuna. Se hizo cargo de la administración de los fondos para la construcción del Hospital de San Hipólito por encargo del Ayuntamiento de la ciudad de México y recibió el mismo cargo por parte de la Archicofradía del Santísimo para la reedificación del Colegio de las Doncellas en tanto que la Cofradía de Nuestra Señora de Aranzazu le encomendó los fondos para la edificación del Colegio de San Ignacio de Loyola, para la cual contribuyó con 36 mil pesos.

Por el mismo barrio en donde se encuentra el monumental colegio, tres modestas calles llevan los nombres de cada uno de estos benefactores cuyos ideales y principios siguen vigentes a través de su grandiosa obra.

Y permítaseme una reflexión: Es interesante cómo la Cofradía, que funcionaba en todo lugar en donde hubiera comunidades de vascos, les aglutinaba y daba fortaleza y presencia, como en este caso en que hasta los protagonistas indirectos del hecho son todos vascos o con origen vasco directo; tal vez fuese conveniente revivir esta Cofradía y afiliar en ella a todos los de la Diáspora.

Bibliografía:
Homenaje a Don Francisco de Echebeste, Don Manuel de Aldaco, Don Ambrosio de Meabe, Fundadores del Colegio de las Vizcaínas. 1734-1940. Centro vasco de México.
Don Juan Eguiara y Eguren (1795-1763) y su Biblioteca Mexicana. Ed. de la UNAM. México 1957.
El Real Colegio de San Ignacio de México (Las Vizcaínas) – Ed. El Colegio de México. México 1949.

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