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ESTUDIOS. filosofía-historia-letras
Verano 1986
Ahora debemos volver al problema inicial y preguntarnos si el
grupo, de vascos que fundó el Colegio de las Vizcaínas puede ser calificado de
ilustrado. Desde luego, es fácil ver por qué los considera así la opinión
común. Su época es la segunda mitad del siglo XVIII y es innegable que tanto
individual como colectivamente estos vascos estuvieron presenten en muchas,
obras de beneficio público. También está el hecho de que fue el rey ilustrado,
Carlos III, quien puso punto final al enojoso pleito. Pero, sobre todo, lo que
llama más la atención es que tuvieron el arrojo de enfrentarse al poderoso
arzobispo de México para fundar lo que se ha llamado "la primera escuela
laica del continente". Como se verá más adelante, en el capítulo "La
situación jurídica del Colegio de las Vizcaínas", se trató en efecto de
una fundación "laica, secular y profana", como se dice una y otra vez
en los documentos; pero lo que debe tenerse siempre presente es que los
términos usados no significaban entonces lo que han llegado a significar ahora.
Se trata simplemente de una fundación hecha por "seglares que no tienen
fuero eclesiástico", aunque pertenezcan a una cofradía, y aun aquí habría
que hacer la salvedad de que muchos de ellos eran sacerdotes. La clave está en
que no pertenecían a la Cofradía de Nuestra Señora de Aranzazu por sí mismos,
sino sólo en cuanto que eran "originarios y naturales de las cuatro
provincias vascongadas y reino de Navarra". Casi por demás está decir que
la educación de las jóvenes en este Colegio era tan religiosa, si no más, que
en cualquier convento.
Pero es también innegable que su actitud ante el arzobispo es
sorprendente, tanto por la firmeza de la defensa de lo que consideraban sus
derechos, como por sus alegatos, siempre prudentes y bien fundados. Lo que
peleaban --dicho sea en términos actuales-- era la autonomía del Colegio y una
vez iniciada la acción, la prosiguieron hasta el fin con increíble terquedad,
sin retroceder nunca, pero sin provocar tampoco enfrentamientos personales e
inútiles. Todo esto es cierto, pero también lo es que su pensamiento y sus
móviles últimos son difíciles de apresar, ya que se trata de hombres de pocas
palabras y cuando las hubo éstas siempre fueron cautas.
Por lo pronto quizá deba adelantarse que, según Roberto
Moreno, el periodo ilustrado de la Nueva España puede dividirse en tres etapas:
criolla (1767-1788), oficial (1788-1803) y de síntesis (1803-1821). Y si recordamos
que la idea de la fundación de las vizcaínas se remonta a 1732, es imposible
que tenga influencia ilustrada alguna, ya que la fecha es demasiado temprana,
pues en ese entonces en Europa la Ilustración estaba en sus inicios. Cuando
mucho, puede suponerse en algunos de los cofrades --los criollos educados en
los colegios jesuitas-- cierto conocimiento de la filosofía moderna
representada por Descartes. Sin embargo, lo que ya aparece en estos primeros
documentos son las dos puntas de un ovillo que habrá que desenredar. Llama la
atención, desde luego, que los cofrades hablen de "casa" o
"colegio" como sí fueran sinónimos y, sobre todo, que se hable de
"recogimiento", sin mencionar propósito educativo alguno; pero esto
se explica, porque como se verá en el siguiente capítulo, la educación femenina
era asunto familiar, por así decirlo, y no era necesario entrar en detalles. El
otro punto importante es que desde el principio se pensó en San Ignacio de
Loyola, "Atlante y fundador de la sagrada Compañía de Jesús", como
protector de la nueva institución. Cosa muy natural, se dirá, en un grupo de
vascos, pero no tanto si se considera que era una casa destinada a mujeres y
que estas instituciones llevaban por lo general el nombre de una advocación
mariana o de alguna santa. Las siguientes noticias que tenemos sobre el Colegio
--la petición del terreno al Ayuntamiento
y las notas aparecidas en la Gaceta
sobre la medición del sitio y más adelante sobre la bendición de la
primera piedra-- acentúan el carácter de obra social, sin mayores visos
pedagógicos, del proyecto vizcaíno, ya que, aparte del "servicio de ambas
majestades", sólo se menciona el deseo de remediar "la urgentísima y
casi extrema necesidad" a que llegan muchas doncellas y viudas, lo que
acarrea una relajación total de costumbres. Aún se destaca, pues, la idea de
"recogimiento" y aunque en los años siguientes aparezcan ya
documentos en que se mencionan fines educativos propiamente dichos --¡algunos
con respecto a las viudas!--, en otros muchos nada se dice de ellos, de modo
que es difícil si no imposible ver influencia ilustrada alguna.
En cambio, lo que es digno de destacar y de retener acerca de
la actitud de los vascos en estos primeros años es su decidida filiación
ignaciana, manifiesta en la lámina de plata enterrada junto a la primera
piedra, la cual comienza con el lema de la Compañía: AMDG (Ad maiorem Dei
gloriam)
Como sabemos, tras estos prometedores principios, la Cofradía
de Nuestra Señora de Aranzazu encontró contradicciones y tropiezos sin cuento
que generaron un enorme papeleo entre los actores del pleito: la Mesa de la
Cofradía, el arzobispo de México y sus asesores, el virrey, los párrocos de la
Santa Veracruz, la Real Congregación de San Ignacio de Madrid, la Secretaría de
Cámara, el Consejo de Indias y la Santa Sede. Entre todos estos papeles, los de
la Mesa se distinguen por una firme convicción religiosa y una decisión
inalterable de defender los derechos que la asisten en sus peticiones. Sin
flaquear nunca, los vascos sorprenden al lector moderno por su uso exhaustivo
de amplios conocimientos de derecho canónico. Es decir, tales conocimientos
resultan sorprendentes si pensamos en ellos como un grupo de comerciantes y
mineros, pero no si recordamos que eran muchos los sacerdotes incluidos en el
grupo. Entre ellos, quien era rector al iniciarse el proyecto --el presbítero y
catedrático de vísperas de sagrada teología, el notabilísimo don Juan José de
Eguiara y Eguren-- y también quien lo vio terminado el presbítero don José de
Guraya, que pasó a ser el primer capellán de Vizcaínas. Es difícil y quizá
también inútil intentar sacar el porcentaje de clérigos dentro de la Cofradía,
lo importante es tener en cuenta que los había, pues esto explica la habilidad
con que la Mesa se defendió de todos los cargos y salió al paso de las
objeciones.
Por lo que se refiere a sus propósitos, en cambio, la Mesa
sigue siendo parca en sus declaraciones. A tal grado, que parece haber sido
difícil distinguir tales propósitos de los de otros muchos establecimientos ya
existentes. Tal es lo que se concluye --si hacemos a un, lado su evidente
enojo-- de la airada carta que el párroco de la Santa Veracruz, don José Tirso
Díaz, dirigió al arzobispo Rubio y Salinas:
si dicen [los cofrades] que la utilidad... que experimentarán
las colegiales de este Colegio ha de ser mayor que la que se logra en las demás
clausuras: tiene lugar; y se ofrece luego otra pregunta, ¿cómo se entiende o se
ha de entender esta utilidad?, ¿es acaso porque tendrán más oportunidad y
ocasión de darse a la virtud? No puede ser y el pensarlo sería hacer mucho
agravio a los conventos de religiosas, donde las recogidas en ellos tienen un
ejemplo y estímulo grande para el adelantamiento en la virtud... Tampoco será
porque en dicho Colegio se logren particularmente aquellas habilidades e
ingenios que conduzcan a la más propia educación de una mujer con más ventaja
que en otros, pues esto es notoriamente falso... Lo de especialísimos fines es
lo que ignoro qué quiere decir, porque lo mismo y tal vez con ventaja tienen
todos los conventos y otros lugares de recogimiento de doncellas que hay en
esta ciudad...
En resumen, es una institución igual, si no inferior, a las
otras, pues, para terminar, el indignado cura advierte que en vez de
religiosas, las maestras de las niñas serán mujeres del común, que poco sabrán,
pues "baste decir que las que vayan al Colegio de Vizcaínas sabrán para sí
y para enseñar,lo que en el referido Colegio I de Belem hayan aprendido".
Lo que revela también que la opinión que el padre Tirso tenía del modelo
elegido por los cofrades no era muy buena.
A pesar de ello, es innegable que los documentos procedentes
de la etapa de construcción (1734-1752) van insistiendo cada vez más en el
aspecto educativo de la obra. Entre dichos documentos figuran en primerísimo
lugar las Constituciones del Colegio de San Ignacio de Loyola de
México,redactadas por el ilustre jurista Francisco Javier Gamboa, miembro de la
Cofradía, quien debe haberlas terminado antes de 1753, ya que la aprobación de
Fernando VI es de ese año. En ellas, vuelve a aparecer el apego a la tradición
jesuita no sólo porque su portada sea un magnífico grabado del santo, sino
también porque la primera constitución es un elogio del "ínclito
héroe" a quien, "como guipuzcoano", está dedicado el Colegio,
que debe ser un medio para promover "la mayor gloria de Dios... que es el
único fin a que se ha aspirado por los fundadores".
A esto debe agregarse que la constitución XXIV ordena que las
colegialas hagan una o dos veces al año los ejercicios de San Ignacio en las
capillas destinadas para ello.
Con todo, y a pesar de lo temprano de su fecha, podría verse
también en estas Constituciones como una tímida apertura las ideas ilustradas
cuando en la número XIX se asienta que entre los deberes de las "primeras
de vivienda" estará el que las "niñas aprendan todas la labor,
bordado y demás habilidades propias de mujeres nobles y honestas, sin
desdeñarse de las operaciones humildes y caseras".Lo cual estaría de
acuerdo con el principio ilustrado de acabar con el ocio y las limosnas y
promover en cambio el trabajo y la dignidad del individuo, aunque no lo estaría
desde luego con la libertad que se exige para el trabajador. Sin embargo, una
rápida ojeada a las Constituciones del Colegio de Nuestra Señora de la Caridad
(fundado en el siglo XVI, aunque estas Constituciones fueron redactadas en
1693) hace ver que también allí se da una gran importancia a la costura, si
bien --a diferencia de Vizcaínas-- las colegialas no deberían hacer "obra
para sí", sino sólo para la comunidad. Y quizá el hecho de que las
colegialas de Vizcaínas deban aprovechar el "precio de su trabajo",
muestra más que el hincapié en el trabajo mismo una apertura al espíritu del
siglo.
Como ya se mencionó, la actitud del arzobispo Rubio y Salinas
complicó a la Mesa en un larguísimo pleito en el que, desde sus inicios,
pidieron y obtuvieron ayuda de la Real Congregación de San Ignacio de Madrid,
que reunía para ello dos condiciones importantísimas: estaba formada por vascos
y la Cofradía novohispana había quedado agregada a ella desde 1729. Durante los
largos años que duraron los trámites ante la corte y la Santa Sede, el
propósito educativo del Colegio fue haciéndose cada vez más evidente, hasta
que, pocos meses antes de la aprobación definitiva de las Constituciones, don
Domingo de Marcoleta, prefecto de la Congregación de San Ignacio, anuncia que
--a ejemplo de los vascos de México-- los congregantes de Madrid van a
"dar principio a la obra que tenemos proyectada de iglesia y colegio para
la educación de los niños del país que pueden conducirse aquí" . Y, apenas
un mes después, asegura que "ha de ser esta fundación la emulación y
envidia de todas las naciones y ojalá sirviera de estímulo para que pensara
cada una de por sí en promover obras públicas que contribuyesen al bien y
utilidad del prójimo". Frases, estas últimas, que denotan ya una clara influencia
de la Ilustración, cuando menos en España.
Pero, como viene siendo usual, se nos presenta ahora una
nueva paradoja. Pues este Colegio, aprobado finalmente por un rey
"ilustrado", estaba bajo el amparo, tanto en "la conservación
temporal [como en los] asuntos espirituales", del fundador de la Sociedad
de Jesús. Y si nos fijamos bien, la aprobación real tiene fecha de 17 de julio
de 1766, es decir, apenas cuatro meses después del sonado motín de Esquilache
que daría pie a Campomanes para redactar su Dictamen fiscal contra los jesuitas
(fechado el 31 de diciembre de 1766) que decidió la suerte de la Compañía en
España y sus colonias, pues "a sus peticiones, radicales se acoplaron como
marionetas tanto los componentes del consejo extraordinario como el propio
rey".
Ahora bien, si ya era paradójico que el rey ilustrado
expulsara "a nombre de la cultura y de las Luces", según dice
Menéndez Pelayo, a quienes fueron los introductores de la filosofía moderna,
como lo era también la aprobación de un Colegio de decidido espíritu ignaciano
cuando ya se preparaba el golpe contra la Compañía, la actitud de los vascos de
la Nueva España frente al extrañamiento es desconcertante, por decir lo menos.
Como es bien sabido, la expulsión de los jesuitas se ordenó
mediante un pliego reservado, dirigido a los jueces reales ordinarios de todas
las poblaciones en que hubiera casas de la Compañía. Pliego que debía abrirse
el 2 de abril de 1767.
En la Nueva España se cumplió la orden de extrañamiento casi
tres meses después (la noche del 24 al 25 de junio) y hasta ese momento sólo el
visitador general, don José de Gálvez, el virrey, marqués de Croix, y el
sobrino de éste, don Teodoro de Croix, sabían del asunto. La conmoción fue tal
que el virrey expidió el mismo día 25 el bando que termina con las famosas
palabras: "de una vez, para lo venidero, deben saber los súbditos del gran
monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer, y no
para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno", palabras en las
que es fácil ver mucho de despotismo, aunque nada de ilustrado.
El golpe fue de consecuencias terribles, ya que --como afirma
Brading-- "toda una generación de intelectuales fue enviada al
exilio", entre ellos más de cuatrocientos jesuitas criollos, hombres como
Alegre, Guevara, Cavo y Clavijero. Para el grupo vasco la herida debe de haber
sido triple, pues los ,jesuitas no sólo habían sido maestros de muchos de ellos
--el ya fallecido Eguiara y Eguren, Portu, Gamboa, Uribe y los Castañiza, los
Fagoaga y los Arozqueta--, estaban emparentados con muchos --el segundo hijo
del marqués de Castañiza, José María, estaba entre los expulsos--, sino que en
su momento de mayor apuro, cuando el asunto de la fundación de las Vizcaínas,
parecía estancarse indefinidamente, contaron con el apoyo y el consejo de
algunos miembros de la Compañía, el provincial entre ellos, como se verá en el
capítulo siguiente.
En un caso notable, el de Francisco Javier Gamboa, se agregó
la ofensa personal, ya que Gálvez --que había tenido enfrentamientos previos
con el jurista-- le encargó leer el Decreto en San Ildefonso donde se había
educado. Se dice que a Gamboa se le quebró la voz y tuvo que ser el rector del
Colegio el que leyera la sentencia. Desde luego, Gamboa nunca ocultó sus simpatías
y a nadie podía caber duda alguna de su apego a sus antiguos maestros.
Pues bien, si tenemos en cuenta que el Dictamen fiscal de
Campomanes dice en su última parte "que se prohiba por bando que nadie
mantenga correspondencia con los jesuitas, escriba apologías a su favor ni tome
su voz en manera alguna, pena de ser tratados como reos de lesa
majestad", debemos preguntarnos
cuál fue la actitud de la Cofradía de Aranzazu ante la expulsión.
No he encontrado en el Archivo de Vizcaínas documento alguno
que la explique. Lo que no es de extrañar, pues bastó el rumor que asoció el
nombre de Francisco Javier Gamboa con la llamada "Antipastoral",
panfleto favorable a los jesuitas en respuesta a la Pastoral del arzobispo
Lorenzana, para que fuera expulsado de la Nueva España, aunque se disfrazara el
exilio con un puesto en la audiencia de Barcelona.
Con su característica prudencia, los cofrades siguieron
adelante con su proyecto, sin cambiar, como es evidente, el patrono del
Colegio. Y así, menos de tres meses después del decreto y cuando eran aún
muchos los jesuitas prisioneros que esperaban el momento de embarcarse, las
autoridades de la Nueva España (sin el virrey que, aunque invitado, no asistió),
pasaron bajo la gran puerta protegida por el santo guipuzcoano para inaugurar
el Colegio, mientras unos pasos más allá otro santo jesuita Francisco Javier
custodiaba la puerta de la casa de los capellanes. Después de la bendición, el
arzobispo dijo misa ante el altar dedicado, como era natural, a San Ignacio.
Esto nada o muy poco tiene de sorprendente, puesto que el patrono se había
elegido muchos años atrás y el rey, había aprobado las Constituciones sin poner
reparo. Lo asombroso viene después. Recordemos que la corte española, no
contenta con la expulsión, se unió a las cortes de París y Nápoles para exigir
del papa Clemente XIII la extinción de la Sociedad de Jesús en todo el mundo.
Tras años de lucha y con el ascenso de un nuevo pontífice a la silla de San
Pedro, los reyes quedaron finalmente satisfechos cuando el 21 de julio de 1773,
Clemente XIV publicó el breve Dominus ac Redemptor, por el cual decretaba la
supresión total de los jesuitas.
Fueron seis años de lucha, durante los cuales los cofrades de
Aranzazu se entregaron a la al parecer pacífica ocupación de adornar la iglesia
de su recién inaugurado Colegio. Sin embargo, como dice el refrán, "las
apariencias engañan", ya que para decorar el púlpito mandaron hacer en
1768 un "retablito de San Javier", el primer misionero jesuita. Para
apreciar lo que esto significaba en ese momento debe señalarse que el visitador
Gálvez no se dormía y que había enviado un informe reservado a Carlos III
acerca del efecto producido por la expulsión de los jesuitas entre los
ministros de la audiencia, lo que llevó al exilio a varios de ellos. Como
también debe señalarse que el propio Carlos III prohibió por esos años a la
duquesa de Villahermosa cumplir con su promesa de llevar hábito de San
Francisco Javier, "por serle sospechosa esta devoción a un santo
jesuita".
Pero el atrevimiento de los vascos no paró ahí. A mediados de
1771, se iniciaron las obras para abrir una puerta de la capilla a la calle.
Esta portada quedó coronada por tres nichos ocupados por San Luis Gonzaga, San
Ignacio y San Estanislao de Kostka. Se trata pues de una trilogía jesuita y es
fácil ver que --en caso de que hubiera una reclamación-- los cofrades tenían la
respuesta y la excusa a la mano. San Ignacio era el patrón del Colegio, y San
Luis y San Estanislao, muertos ambos muy jóvenes y canonizados juntos en 1726,
había sido declarados patronos de la juventud, de modo que ¿qué mejor elección
podía haber para un colegio? (Me pregunto de nuevo ¿por qué esta ausencia de
santas?)
Un año después, ya terminada la puerta, se ordenaron los
altares colaterales, y como casi era ya de esperarse, uno de ellos se dedicó a
San Francisco Javier, acompañado de nuevo por San Luis Gonzaga, a quien se
agregó otro santo más, San Juan Nepomuceno. No es este un santo jesuita, pero
la devoción que se le tributaba si lo era, como lo muestra el haber sido
canonizado el mismo año que los otros dos santos jóvenes, y el haber sido
declarado patrón del sigilo confesional, que era, desde luego, algo
importantisimo para una orden conocida como promotora de la confesión frecuente
y que proporcionaba confesores a los grandes de este mundo. Los otros altares
colaterales se dedicaron a tres advocaciones marianas: Aranzazu, Guadalupe y
Loreto.
La patrona de la Cofradía es el centro de un nuevo despliegue
de santos jesuitas: San Francisco Javier, San Luis Gonzaga, San Estanislao, un
santo mártir y dos más que no han sido aún identificados.
Del segundo retablo cabe decir que es la devoción mexicana
por excelencia, mas no debe olvidarse el papel que la Compañía desempeñó en la
expansión del culto guadalupano, al grado de que era característica de sus
iglesias el altar dedicado a esta advocación. La Virgen de Loreto, a su vez,
fue traída a la Nueva España en 1572 por los primeros jesuitas y su imagen o
aun la réplica de la santa casa se encontraba también en todas las fundaciones
de la Sociedad de Jesús.
Así, al terminarse tanto el edificio del Colegio como la
iglesia, nos encontramos con una abierta declaración de que el espíritu que en
él reina --espíritu que, según palabras de Olavarría y Ferrari, "el
monarca se obligó... a no alterar en modo alguno"-- es plenamente
ignaciano. Pues si por fuera los santos jesuitas guardan sus puertas, su
quehacer está protegido también por ellos y las niñas deben seguir, en la
medida de lo posible y mediante los ejercicios anuales, el camino trazado por
San Ignacio, cuya fiesta se celebra como algo propio,
No contentos con mostrar así su rechazo a la política real,
en 1793 (los jesuitas, refugiados en Prusia y Rusia, tendrían que esperar hasta
1814 para su restauración), cuando el legado del bachiller Zorrilla y la
actividad de su albacea el canónigo Fernández Uribe permitieron extender la
obra educativa de la Mesa a las clases menesterosas con la apertura de las
escuelas públicas, los vascos declararon a San Luis Gonzaga su patrón.
Es posible que en la actualidad, cuando la secularización
cada vez mayor de la vida nos ha hecho olvidar la lectura iconográfica de
retablos y portadas y desconocer lo que cada santo simboliza dentro del
cristianismo, nos parezca que la protesta de los vascos usó un camino demasiado
tortuoso y complicado para ser efectiva. Pero no hay tal. Porque en su momento,
cuando la controversia en torno a la Compañía estaba en su punto más álgido, no
había persona en la Nueva España, del virrey al último artesano, que no supiera
qué santos estaban ahí y no barruntara el porqué.
Quizá no esté por demás decir que cuando al fin retornó la
Compañía a México, don Juan José Gamboa, prebendado de la catedral e hijo del
jurista, fue uno de los patrocinadores de su restablecimiento, junto con el
obispo de Durango, Juan Francisco de Castañiza, cuyo hermano, José María, fue
nombrado provincial de la orden.
Los vascos se muestran así, de principio a fin de su
proyecto, como un grupo extraordinariamente congruente consigo mismo, dueño de
una muy clara conciencia de su dignidad como seres humanos, dignidad a la que
no están dispuestos a renunciar por ningún motivo. Si al principio se
enfrentaron al arzobispo por la autonomía del Colegio, al final de su obra
muestran con toda valentía a las autoridades reales que en cuestiones de
conciencia cada hombre debe responder por sí mismo. En ambos casos es admirable
la prudencia con la que proceden. Nunca una palabra o una actitud ya no
violenta, o siquiera malsonante, en el litigio con la Mitra, ni una sola
palabra en contra de la política real, sólo ese testimonio mudo y elocuente
tallado en piedra y madera.
De hecho, el que el extrañamiento de la Sociedad de Jesús
haya sido la causa de esta declaración abierta de que hay una fidelidad más
allá y por encima de la que se debe al rey, casi no tiene importancia. Lo
verdaderamente importante es, como ya dije, la actitud de quienes conocen sus
derechos y están dispuestos a defenderlos.
¿Son ilustrados? Si recordamos la periodización de Moreno, la
respuesta, por lo que se refiere a la época de fundación del Colegio, debe ser
negativa. Lo que no impide que en anos posteriores hayan aceptado todas
aquellas ideas y reformas que se avenían con sus intereses y preocupaciones.
Así parece demostrarlo el hecho de que la ciudad de México contara con el mayor
número de afiliados a la Sociedad Económica Vasca entre las ciudades de
ultramar, a lo que se añade que si no se llegó a constituir una sociedad
autónoma fue porque "ya existía con anterioridad la Real Congregación de
Aranzazu".
Es evidente, también, que conocieron el beneficio social de
su obra y la obligación de todo hombre de ayudar al progreso de la sociedad,
como se desprende de su alegato en el que advierten que si aceptaran rendir
cuentas "sería mal ejemplo y aun pésimo desanimar a los legos a
fundar"; y lo repite la carta de Marcoleta que desea que el Colegio sea
"estímulo para... promover obras públicas que contribuyan al bien y
utilidad del prójimo".
Queda una pregunta aún: ¿por qué no se procedió en contra de
la Mesa? La posible respuesta es doble y también paradójica. Quizá porque estos
hombres, en su conjunto, eran demasiado poderosos en la Nueva España para no
hacer temer una reacción (ya bastante había tenido Gálvez con las
insurrecciones en el interior), pero por otra parte, y si no se les hacía
crecer precisamente por las medidas que se tomaran en su contra, eran poca cosa
para ser temidos dentro del enorme imperio español.
Nos legaron, pues, un Colegio --autónomo e ignaciano-- que es
testimonio de lo que puede alcanzar una conciencia radicalmente cristiana.
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